Altar es el paso obligado de muchos
migrantes indocumentados y el centro de operaciones de traficantes de personas.
En febrero de 2007, narco traficantes del cártel de Sinaloa secuestraron a 300
migrantes cuando trataban de cruzar la frontera con Estados Unidos. Era un
mensaje para que los polleros dejaran libre la zona y facilitaran el paso de
sus burreros.
El primer encuentro con Eliazar fue una
tarde fría de invierno en el pueblo de Altar, en el desierto de Sonora, antes
de llegar al estado de Arizona. Mientras caminaba por una polvorienta calle de
ese pueblo, un sitio partido en dos por la carretera, con una alfombra de polvo
de unos cinco centímetros de espesor y casas de ladrillo a medio terminar, escuché
el siseo de aquel hombre de cuarenta y cinco años.
–Shhh, shhh –me llamó–. Venga, siéntese,
descanse un rato, tómese un trago. A ver, ¿a qué parte de Estados Unidos va?
¿Ya tiene quien lo pase?
–No –contesté.
Eliazar me confundía con uno de los cientos
de inmigrantes centroamericanos que llegan a Altar cada día para tratar de
cruzar la frontera.
Mire, no busque más, yo lo voy a pasar
por poco dinero, ocho mil pesos (unos 750 dólares), ya no busque más, aquí se
puede quedar a dormir en mi casa y mañana lo mando a la frontera –dijo sentado
en un traspatio polvoriento, lleno de pedazos de plástico que alguna vez fueron
el juguete de un niño y que entonces parecían vestigios desenterrados.
Eliazar se ve más viejo de lo que en
realidad es. Su rostro reseco está cubierto por un polvo que parece haberse
instalado para siempre en la cara
de los que viven en Altar. Su pelo cano corona los casi 1.90 metros que mide, y
sus manos parecen de corteza de árbol muerto: resecas, venosas, largas, viejas.
Nació en Sinaloa, como la mayoría de los que han venido desde el sur a ocuparse
del tráfico ilegal de personas y sustancias. Hace diez años que dejó el rancho
donde nació y vivió, y se vino siguiendo a su mujer hasta Altar. Es juntador,
cachador, juntapollos, y esa tarde estaba haciendo su trabajo: detener a los
migrantes que se cruzan frente a él para ofrecerles los servicios de un coyote
para el pase fronterizo.
Los migrantes son fáciles de reconocer.
Todos van con miedo, con su mochila
abrazada como un bebé, con sus ojos bien abiertos; deambulan sin rumbo por las
calles de este pueblo. Eliazar debe convencerlos de que se vayan con el pollero
que él recomiende, que le confíen su vida durante las casi siete noches de
caminata por el desierto, hasta llegar a Tucson o Phoenix.
–¿Y qué pasa cuando su pollero me lleve a
Estados Unidos? –le pregunté.
–Ah, entonces lo encierra en una casa de
seguridad, y de ahí no lo deja salir hasta que sus familiares lleguen a pagar
el dinero por usted –advirtió.
–¿Y si mis familiares nunca pagan?
–Yo le recomiendo que no mienta, que de
veras paguen por usted, si no, le puede ir bastante mal.
Nos tomamos la tercera cerveza mientras
él insistía:
–Como le digo, échele con mi pollero, es
seguro, yo soy de fiar.
Su pollero le paga 200 dólares por persona
reclutada.
Abrimos la cuarta cerveza y decidí
confesarle lo que me habían advertido que era mejor mantener callado.
–Soy periodista.
Eliazar levantó su gorra, se rascó la
frente, terminó su cerveza de un trago, y preguntó: –¿Quiere la otra?
Hablamos durante varias horas y al final
acabó por convertirse en la llave que me abrió las puertas del pueblo.
* * *
Al día siguiente volví a casa del
juntador. Eliazar comía arroz blando en un plato sucio. a su lado, dentro de la casucha que rebosaba de trastos viejos,
estaba un joven guatemalteco de no más de veinte años, aterido del miedo. Comía
arroz también, pero por el temblor de su mano los granos caían al suelo en el
viaje de la cuchara a la boca.
–Acabo de encontrar a este muchacho
buscando a la gente del albergue, y le dije que se viniera –dijo Eliazar.
Frente a la casa de Eliazar hay sólo dos
casas más. El albergue que la iglesia ha habilitado para los migrantes, que por
la poca propaganda que de él se hace suele tener sus treinta y cinco camas
vacías, y una casa enorme, con antena parabólica y tres camionetas que pueden
verse estacionadas en la cochera a través de los barrotes del portón.
–Ah, en esa casa vive un señor narco,
pero es muy buena gente –explicó el juntador. Eliazar intentaba convencer al muchacho
guatemalteco de que se fuera con su pollero. Pero el joven no respondía.
Seguía tirando el arroz sin quitar la
vista del plato. No tenía plata, le habían robado todo al atravesar México
colgado de los trenes que cruzan el país, una manera muy frecuente (y sumamente
peligrosa) de viajar de los migrantes centroamericanos. Eliazar le ofrecía su
celular para que llamara a sus familiares en Phoenix y les dijera que el
pollero le cobraba 800 dólares.
–Si ellos saben de esto le dirán que es
un buen precio, ya verá –le dijo, y luego se volteó conmigo.
–Dígale usted que mi pollero trabaja bien
–me pidió.
Negué con la cabeza y salí a fumar a la
calle de tierra.
Los juntadores saben que la mayoría de
los migrantes centroamericanos llegan a esta frontera en la peor de las
condiciones.
La Facultad Latinoamericana de Ciencias
Sociales hizo un estudio entre mediados de 2005 y abril de este año.
Entrevistaron a 2.700 indocumentados cuando paraban en el albergue de la ciudad
norteña de Saltillo.
Esos migrantes, mexicanos y
centroamericanos, denunciaron en la acuesta 4.062 violaciones. El cuarenta y
dos por ciento dijo haber sufrido robo de dinero, el resto habían sido
golpeados, violados o insultados por miembros de cada una de las corporaciones
policiacas mexicanas que se toparon en el camino.
Un carro negro se estacionó frente a la
casa, y Eliazar salió a hablar con el hombre que lo manejaba.
–¿Qué hago? –me preguntó el joven.
Le dije que en el albergue le darían
orientación, comida y cama gratis. Salió rápidamente y pasó al lado de Eliazar
agradeciendo la comida.
–¡Pinche chamaco! No se quiso venir
conmigo. Es que usted que es salvadoreño debería de ayudarme a convencer a los
centroamericanos –dijo al entrar.
Volví a negar con la cabeza. Salimos y
caminamos hasta la pollería del pueblo.
El sol se ocultaba.
Al llegar, Eliazar se puso un delantal.
–Yo trabajo de gratis aquí vendiendo
pollos asados, porque como no le pago a los policías, no me dejan convencer a
la gente en la plaza –explicó.
Para mirar cómo trabajaban los otros
juntadores de la plaza, caminé hasta allá, donde los autobuses seguían llegando
y escupiendo a decenas de hombres abrazados a una mochila, sucios, que se
apuraban a perderse entre la gente.
Me senté en la plaza y pronto se me
acercó alguien.
–¿Para dónde va? –me preguntó un hombre
recio de unos cuarenta años.
–Para ningún lado –contesté.
–¿Eres de Guatemala, verdad? Mira, no te
hagas, vente conmigo, yo te cobro 800 dólares por pasarte, en cinco horas nada
más te paso a Tucson, y te doy comida y donde dormir hasta que nos vayamos.
–Gracias, pero no –contesté.
¿Cómo que no? –respondió mientras cerraba
y abría la navaja de resorte que sacó de su bolsillo.
–Mira, cabrón, aquí te va a levantar la
policía, porque no eres mexicano. Yo le pago a la policía para trabajar aquí.
Si no te vienes conmigo te mando a los policías.
Empecé a alejarme mientras el hombre me
llenaba de groserías.
Días más tarde, mientras me tomaba una
cerveza con Eliazar en la cantina que está frente a la plaza, él señaló al
hombre que me amenazó.
–A ése le dicen el Pájaro –explicó
Eliazar–. Es de los juntadores que paga a la policía y lo dejan trabajar
ahí. Otro que está con él es el Metralleta, también paga y son bien cabrones
los dos.
* *
*
Paulino Medina también es parte de uno de
los grandes gremios de estos pueblos: fue pollero durante cinco años. Pasaba
migrantes por los cerros cercanos a Tijuana y los dejaba en San Diego o en Los
Ángeles. Estuvo preso en Estados Unidos por tráfico de personas cuando lo
pillaron en uno de aquellos cerros pelones con sus pollos. Su hermano también
es pollero. Además, Paulino conoce vida y obra de la mayoría de los ocho mil
habitantes del pueblo. Es taxista desde hace veinte años, cuando llegó a vivir
a Altar.
Lo conocí poco después de que el
Pájaro me llenara de insultos, cuando al salir de la plaza llegué hasta el
punto de taxis.
Me acerqué a un destartalado Hyundai del
87 que tenía al volante a un señor de unos cincuenta años, de pelo cano y
bigote ralo, con unos lentes remendados con cinta adhesiva. Me llevó hasta el
hotelito en el que me hospedaba. Hablamos un poco sobre las mafias en el pueblo
y le pedí que nos tomáramos un café al día siguiente.
–Vamos ahorita, si quiere, y tomamos un
café en mi casa –contestó.
Después de poner dos cafés aguados sobre
la mesa, Paulino dice:
–Antes esto era un pueblo del desierto.
No venían migrantes. Vivíamos de los transportes de carga que pasaban, de los
camioneros o la gente que viajaba por negocios y que se quedaban aquí a dormir,
pero desde hace unos años se han instalado en el pueblo una gran cantidad de
polleros mañosos, narcos y corruptos. La mayoría vino buscando hacer negocios
con los pollos.
El Altar de ahora empezó a construirse
desde mediados de los noventa, cuando Tijuana y sus alrededores, el punto de cruce
tradicional de los documentados, fue amurallado.
En octubre de 1994 el gobierno
estadunidense puso en marcha la Operación Guardián entre San Diego y Tijuana,
un plan que incluyó la construcción de una barda divisoria, duplicación de
elementos de la patrulla fronteriza, reflectores y helicópteros. Los migrantes
empezaron a intentar cruzar por otros puntos y la ruta por Altar se convirtió,
sobre todo desde 2003, en la más frecuentada.
Un estudio sobre la zona del Colegio de
la Frontera Norte (Colef), uno de los centros de estudio sobre migración más
importantes del país, muestra cómo la patrulla fronteriza en la zona colindante
con El Sásabe arrestaba menos de 100 mil indocumentados en 1992. En 2005 esa
cifra se había quintuplicado. En 1992 el pueblo tenía poco más de mil
habitantes. En 2005 se censaron a más de 8 mil residentes, sin contar a la
población flotante que llega todos los días.
–Esto antes era un pueblito normal, con
sus viejas en la iglesia y su gente saludándose al cruzarse en la plaza –dijo Paulino,
y luego se extendió hablando del crimen organizado.
–Es terrible el problema que tenemos con
los narcos –reveló–. Están cobrando a las Van (camionetas de pasajeros) que
llevan a los migrantes a El Sásabe cien pesos (diez dólares) por cada pollo, sólo
por dejarlos pasar.
Me despedí de Paulino cuando ya la noche
estaba entrada. Y él se despidió también:
–Acuérdese, si usted ve a alguien aquí
con cara de mañoso, es mañoso; si ve a un señor con su gran carro y cree que es
narco, es narco; y si ve a alguien y cree que es buena persona, es mafioso.
* * *
El siguiente día era el último de ese
viaje. En la mañana pasé por la casa de Eliazar. Me recibió con la noticia que
tenía paralizado al pueblo. La noche anterior los narcos de un rancho habían
secuestrado a 300 migrantes incluidos los conductores de las camionetas. Los
mafiosos habían enviado a sus burreros y no querían que les calentaran la zona.
Los burreros son el ejército de carga del
narco. Hombres que se ponen en la espalda veinte kilos de marihuana y son
guiados en el desierto por un pollero y un hombre de confianza del narco.
Caminan dos noches y llegan a la reserva de los indios tohono, territorio
autónomo estadunidense.
Ahí descargan la mercancía en camionetas
de aquellos indios que trabajan para los productores de droga. Éstos se
encargan de distribuir la marihuana en todo el país. Sólo entre octubre de 2006
y julio de este año, la patrulla fronteriza asignada al sector vecino a El
Sásabe ha decomisado 766.997 libras de marihuana intentando entrar a Estados
Unidos. Las 1.200 libras de esa hierba están valoradas en un millón de dólares
en el mercado gringo.
Eliazar no sabía mucho más. Para él,
aquello no tenía mayor relevancia. Me apresuré a buscar a Paulino. El lleva
gente a El Sásabe y tal vez sabía algo más.
Lo encontré recostado en su taxi tomando
un café. –Sí –dijo–. Ayer secuestraron porque están calentando la zona. Algunos
de los secuestrados han vuelto con el mensaje de los narcos. Si quiere, lo
llevo a ver a uno de ellos.
Calentar la zona significa atraer la
atención de la patrulla fronteriza por el cruce indiscriminado de migrantes.
Los narcos temen que esa zona termine tan vigilada como Tijuana. Con muro,
reflectores, helicópteros.
Poco después, el taxi de Paulino se
estacionó en un taller mecánico. Dos hombres tenían las manos enterradas en el
motor grasiento de una camioneta. Uno de ellos, el del ojo morado, había
regresado del cautiverio con el mensaje para sus colegas choferes de que hasta
nueva señal no se podía viajar a El Sásabe.
–Quiubo –se dirigió Paulino al recién
liberado–. ¿Cómo estás? Pensé que ya no te iba a volver a ver. Mira, él es
periodista, pero es amigo, y le conté que tú estabas en el grupo que los narcos
secuestraron, y quiere que le cuentes cómo fue y cómo están los pollos que se
han quedado allá.
El hombre de unos veinticinco años se
frotó la cara. Lanzó a Paulino una mirada incómoda y se dirigió sólo a él:
–Hombre, Paulino, usted sabe cómo
funcionan las cosas aquí. Si yo cuento algo y ellos se enteran, mañana me dan piso,
no duro vivo ni este día. Y se enterarían.
Aquí todo mundo está comprado.
El otro hombre respaldó a su amigo
haciéndonos una pregunta que, tras no encontrarle respuesta, hizo que nos
marcháramos:
¿Qué ganamos con esto? –dijo–. Si aquí
nuestra vida no vale nada, a cada rato matan a conductores de las Van, los
entierran en los caminos y nadie se entera nunca.
Paulino refunfuñaba mientras nos
dirigíamos a casa de Eliazar.
–¡Por eso estamos como estamos! El narco
sigue matando gente y nadie quiere decir nada.
Eliazar seguía sin saber mayor cosa.
Esa noche su pollero no había llevado
migrantes, y por tanto lo ocurrido no importaba mucho a ese juntador.
–Si quiere vaya a ver al albergue, tal
vez ahí sepan algo –recomendó.
El quinto de los migrantes en entrar a
refugiarse ahí era salvadoreño.
–Mi nombre prefiero que no lo sepás,
porque lo que me ha pasado es muy penoso –pidió.
La tarde del día anterior había llegado a
un trato con su pollero: 1 800 dólares por llevar a su hermana hasta Los
Ángeles.
–Mis familiares allá sólo tenían ese
dinero reunido, y yo quise mandar a mi hermana para no dejarla sola en este
pueblo de mañosos. Yo iba a esperar una semana más para que reunieran el dinero
para llevarme a mí –explicó.
Su hermana partió esa noche, y la
camioneta en la que iba con su pollero fue una de las quince secuestradas por
hombres con pasamontañas.
–Yo ya hablé con los polleros que han
regresado, y con algunos dueños de las Van que han ido a ver si quedó algo en
los carros que quemaron. Me confirmaron que mi hermana estaba ahí –dijo el
hombre con la mirada clavada en el suelo y la mandíbula temblando a punto del
llanto.
–Yo no puedo ir a poner denuncia, no
puedo hacer nada, porque me matarían, si aquí todo es pura mafia. Yo sólo
quiero irme de vuelta a mi casa, pero no tengo para el pasaje –dijo el
salvadoreño, decidido a dejar a su hermana y a ver qué se podía hacer desde El
Salvador.
A veces, el miedo puede más que la
sangre. Él aseguraba que un carro con vidrios polarizados lo había perseguido
durante tres horas debido a las averiguaciones que anduvo haciendo ese día.
Llamé a Paulino y llegó por mí en pocos
minutos. En el camino marqué el número de teléfono de un señor al que llamaré A
y a quien Eliazar me había recomendado hablar para saber más de lo que estaba
pasando. El señor A dejó salir una apabullante ola de preguntas:
–¿Quién es usted? ¿Quién le dio mi
teléfono? ¿Por qué quiere hablar conmigo de eso? ¿Quién le ha dicho que yo sé
algo?
Más que tranquilizarse con mis
respuestas, él quería saber quién era yo, y por eso aceptó recibirme en
un cuarto de uno de los hoteles del pueblo a las nueve de la noche.
–Venga solo– pidió.
A las nueve en punto el señor A estaba en
la habitación indicada temblando de pies a cabeza. Le entregué todos mis
documentos para que los viera, le mostré un par de materiales que había
publicado, le dije que un taxista del que no recordaba el nombre me recomendó
hablar con él porque era un altareño de nacimiento. No dejó de temblar.
Dijo no muchas veces hasta que accedió a
contestar algo más que un monosílabo:
–Todos sabemos que eso pasa, los
secuestran, violan a las mujeres que van migrando, y les dan unas grandes
golpizas a los migrantes, a los polleros y a los conductores de las Van, ¿pero
qué vamos a hacer? Aquí sólo tenemos ocho policías, y los narcos tienen hasta a
cincuenta hombres bien armados y a muchas autoridades compradas.
Antes de irme, me hizo prometerle varias
veces que no trabajaba para el narco.
–Por cierto, si ha andado preguntando por
esto mejor váyase mañana, aquí todos se conocen y es fácil saber quién no es de
aquí –se despidió.
* *
*
El día siguiente me fui de Altar, y
durante un mes y medio hablé cada semana por teléfono con Paulino y Eliazar,
quienes solían explicarme que la zona seguía caliente, y los narcos alborotados.
El señor A pidió que mejor habláramos
cuando yo regresara. Durante ese mes y medio, pasó precisamente lo que los
narcotraficantes temían. El operativo Jump Star, el que George Bush aprobó en
2006, empezó a ponerse en marcha en el lado fronterizo estadunidense, justo
frente a El Sásabe. Los 1.400 millones de dólares aprobados ese año se
materializaron. Empezó la construcción de 420 kilómetros de muro (van once
hasta el momento), empezaron a llegar los 600 agentes extras asignados a esa
zona, y el Departamento de Seguridad Interna pagó a la compañía Boeing,
fabricante de aviones y equipos para naves espaciales, para que instalara las
primeras nueve torres de Proyecto 28.
Torres coronadas por cámaras infrarrojas
capaces de detectar movimiento a diecisiete kilómetros a la redonda, distinguir
si es humano y si va armado.
Cuando entrada la primavera regresé a
Altar, me reuní con el párroco Prisciliano Peraza. Había sido la única persona
que habló con los narcotraficantes para interceder por los secuestrados.
Me recibió en su despacho, en un ala de
la iglesia, al lado del parque. La conversación inició con una anécdota del
padre:
–Nada más la semana pasada, el narco
detuvo a un periodista gringo camino a El Sásabe –relató–. Andaba con una
cámara de video y de foto. De repente, me llaman los del narco y me dicen que
tienen a un periodista que dice que me conoce. Les dije que sí, que yo lo iría
a traer a El Sásabe. Llegué, le habían quitado todo y lo habían madreado. Lo
que quiero decirte es que el narco sí me respeta un poco, porque saben que
puedo llamar a alguna autoridad nacional y hacer notable este caos del pueblo,
y eso no le conviene a nadie.
El padre es el único testigo que cuenta
lo que vio aquel martes 13 de febrero.
Según el párroco, él se comunicó con los
narcotraficantes, y por teléfono consiguió negociar rehenes: le darían a
pequeños grupos, para que los fuera llevando a Altar poco a poco. No le dijeron
más.
–Los tenían ahí sentados en un rancho
cercano a El Sásabe, pero sólo quisieron darme a 120, a los más golpeados, a
los que tenían los tobillos quebrados o la cabeza abierta por los batazos que
les pegan. Al resto de los 300 no sé que les pasó, no sé si los soltaron.
La mayoría de los liberados regresó a
casa de su pollero. Volvieron a perderse en el pueblo, y con ellos su
testimonio.
Ese secuestro, el más grande del que los
habitantes de Altar han escuchado, no fue denunciado ni apareció publicado en
ningún medio de comunicación nacional.
Ciento ochenta emigrantes quedaron en
aquel rancho aquel día, 120 pudo salvar el cura. Nadie supo más de esas
personas.
Quizá, sin que nadie se enterara, hubo
una masacre a pocos metros de territorio estadunidense, y aquel rancho es ahora
un cementerio.
Todo se hizo difuso después. Al poco
tiempo, siempre a las nueve y en el mismo cuarto, volví a ver al señor A. Como
la vez anterior, temblaba, susurraba, volteaba a ver las ventanas. Sin embargo,
esa vez habló bastante.
Contó dos anécdotas ocurridas este año en
la alcaldía que explican por qué asuntos como el secuestro quedan en el olvido.
Omitió nombres.
Un funcionario dio una conferencia de
prensa donde dijo, literalmente, que por Altar pasaba mucho migrante y mucha
droga.
–A los cinco minutos –relató el señor A–
un narco llamó a quien había dicho eso, y le puso la grabación de sus palabras.
Algún periodista le había llevado esa grabación.
La otra reprimenda estuvo relacionada con
el secuestro. Un funcionario de Altar llamó a la Procuraduría de Sonora, el
estado al que pertenece el pueblo, días después de lo ocurrido. Dijo que había
300 migrantes secuestrados. ¿Y qué pasó?
–Otra vez un narco llamó a ese
funcionario y le dijo que le acababan de llamar de la Procuraduría para
contarle de su llamada, y que era la última vez que lo iban a perdonar.
Esto demuestra la penetración de los
narcotraficantes en la justicia estatal.
Paulino Medina me explicó por teléfono
hace unos días que hacía poco los narcos habían vuelto a secuestrar. Esta vez a
un grupo de unas treinta personas.
–El grupo era de veintiséis migrantes,
dos conductores de Van y los dos polleros. El narco ofreció a los polleros
cargar a cada migrante con veinte kilos de marihuana. Ellos deberían llevar la
marihuana a la reserva de Tohono, acompañados por un empleado de confianza del
señor. Esa era la condición para que los dejaran ir. Los polleros aceptaron, y
no hemos vuelto a saber de ellos –dijo el taxista.
Según Prisciliano Peraza, en realidad
todo el mundo sabe cómo está estructurado el crimen organizado en el pueblo.
–Aquí todos sabemos cómo se llama cada uno
de los seis narcos que operan, pero nadie los denuncia. Todos sabemos también
que ni al narco ni al gobierno le conviene que esto se sepa, porque se
desencadenaría una guerra si el gobierno, bajo la presión social que esto
generaría, tuviera que actuar –dijo Peraza en aquella reunión en la parroquia.
En la conversación en el hotel, el señor
A también me contó que los seis señores de la droga de la zona le pagan a
Joaquín el Chapo Guzmán, jefe del cártel de Sinaloa, uno de los dos más
poderosos de México.
Le pagan para regentear un pedazo de
frontera y para que los proteja de posibles intervenciones del gobierno
federal.
* * *
Los habitantes de Altar están preocupados
por lo que pueda pasar con el pueblo mismo. La mañana que llegué a Altar,
Paulino pasó a recogerme y nos fuimos a su casa.
–Quiero contarle cómo van las cosas
–dijo. De nuevo sacó dos cafés aguados y empezó a poner en palabras la
podredumbre de aquel sitio.
–Esto de la migración se va a acabar
pronto en Altar, porque maltratan mucho al pollo y el narco está pesado. Cuando
eso pase, todos se van a quedar chillando aquí en un pueblo fantasma –auguró.
Sacó de entre sus papeles una credencial.
–Mire, me han dado este cargo a prueba
por tres meses, pero está duro.
El alcalde de Altar lo había nombrado
comisionado de transporte municipal, y su principal objetivo era solucionar el
problema de las camionetas quemadas y abandonadas al lado de la carretera,
luego de que los narcotraficantes bajan a las personas, les pegan, y luego
incendian el vehículo.
–Y eso es un gran problema para todos
–explicó Paulino–, porque ellos no se recuperan ni en un año si les queman una
Van, los pollos se asustan y la municipalidad deja de recibir el impuesto de
esa Van.
El entonces secretario de transporte
proponía establecer un acuerdo con los narcotraficantes para coordinar el
tráfico de personas y drogas.
–Lo que quiero es establecer un vínculo
con los señores (narcos), para que ellos avisen cuándo van a despachar
burreros, y que ese día las Van no lleven pollos.
Esa misma tarde pude comprobar cómo los
esfuerzos del narco por controlar la zona estaban surtiendo efecto. Fui a la
plaza a tratar de abordar una de las camionetas que van hacia El Sásabe.
–Yo lo llevo –dijo el conductor– pero le
cobro los cien pesos del pasaje y otros quinientos para la mafia; si no,
olvídese de que lo llevo, me queman el carro si no pago por usted.
En el sitio de taxis no estaba Paulino.
Sin embargo, Artemio, uno de los que le
trabaja el taxi a Paulino, negociaba con tres hombres jóvenes de Sinaloa. Les
ofrecí compartir el taxi y aceptaron. Nos apretamos en la carcacha y partimos.
Entramos a El Sásabe por la calle de
tierra que recibe a los viajeros con un cartel agujereado por unos cincuenta
balazos, donde el narco ha escrito: “Esto también puede pasar”. Es decir que,
aparte de ser deportados, asaltados, violadas las mujeres, morir picados por
serpientes o de sed en el desierto, también les puede pasar que la mafia los
acribille si así lo determina. Las señales en la calle seguían: al menos ocho camionetas
quemadas yacían a la orilla.
Los jóvenes aseguraban que iban a recoger
a ocho pollos en La Ladrillera. Poco antes de llegar a El Sásabe se encuentra
esta ex fábrica artesanal de ladrillos, una zona de asaltantes y narcos, donde
las Van descargan a muchos para que aborden las pick up que los llevan
hasta los puntos de cruce, sitios del desierto identificados por alguna señal
particular: el riíto, el carro quemado, el poste verde. En esas pick up coinciden,
sin saber a ciencia cierta quién es quién, burreros, pollos, polleros y
asaltantes del desierto.
Llegamos a La Ladrillera donde no había
ni un alma a la vista. Los tres hombres, sin embargo, insistieron en quedarse
allí. Artemio me dejó en El Sásabe. El pueblo estaba vacío. Una señora que
vendía comida me dijo:
–Es que el narco anda alborotado, porque
están trabajando, entonces menos gente está viniendo, y los que vienen no están
parando, se desvían por La Ladrillera. Mejor váyase –sugirió. Y me fui.
Mientras caminaba, una Van hizo parada al
verme. El conductor, un hombre bigotón de unos cincuenta años, me ofreció
regresarme a Altar por cincuenta pesos. A su lado, en la Van, iban un pollero
al que la migra acababa de quitarle a treinta migrantes y una altareña,
vendedora de cocaína al menudeo. Ella y el joven hablaban de cómo cada vez era
más difícil evadir los controles estadunidenses.
El conductor no dijo casi nada hasta que
le pregunté si era cierto lo del peaje de los 500 pesos por migrante:
–Sí, nos están arruinando. Ellos nos
mandan a uno de los suyos a cobrar allá a Altar y te dan un código. Algunos
choferes se van a la brava, y a esos son a los que les queman la Van. Porque si
en el camino te para la mafia y te pide tu código, se lo tienes que dar, y
además ellos saben con tu código por cuántos pollos pagaste; si llevas más, te
chingan.
Es cierto, había menos viajeros, pero eso
es relativo en estas tierras. En la hora y media que tardamos en volver a
Altar, pasaron treinta y cuatro camionetas y tres autobuses escolares llenos de
pollos. En mi viaje anterior, en el mismo trayecto, conté cuarenta y cinco
camionetas y tres autobuses. Vale recalcar que treinta y cuatro camionetas y
tres buses equivalen a 800 migrantes.
Eso, poniéndole un precio de 500 por
cabeza, se convierte en 400 mil pesos (unos 35 mil dólares) para
el narco. En sólo una hora y media, y sin traficar nada.
* * *
Al día siguiente me reuní con Eliazar en
la cantina Cherián, frente a la plaza. El juntador estaba refunfuñando.
–Esto anda lleno de pollos y nosotros no
agarramos nada de nada –le decía a René, otro juntador–. Tenemos que
hacer algo, empezar a pagarle a la policía o nos vamos a quedar en la ruina.
Afuera, el Metralleta y el
Pájaro trabajaban a sus anchas en la plaza. Eliazar y René se
hartaron de esperar y me invitaron a acompañarlos a comprar una bolsa de
cocaína, seis cervezas e irse al cerrito, un lugar en el desierto donde
estacionarían el carro de Eliazar para pasar el rato.
–Llegamos al autoservicio –dijo René cuando
paramos frente a una fila de carros, en una de las principales calles de tierra
de Altar, flanqueados por viviendas a medio construir. Hicimos fila atrás de
esos carros. Llegó nuestro turno. Nos paramos al lado de la ventana del
conductor del Toyota blanco que tenía colgando de la puerta dos botellas de plástico
cortadas a la mitad. Las dos estaban rellenas de bolsitas de cocaína.
–A mí deme cien de original de la sierra,
es que la machaca (mezclada) me da congestión –pidió Eliazar.
–Ve, más fácil que comprar tortillas
–dijo entre risas René.
Ya en el monte, en medio de los cactus de
dos metros del desierto, hablamos de cualquier cosa. Sobre su trabajo, Eliazar
sólo hizo un comentario sincero:
–Es cierto que le echamos mentiras al
pollo, porque si no, no se vienen con uno. Acuérdese de que tengo cinco
plebes que alimentar –apoyó la bolsita contra el tablero del carro, le
pegó con su celular, utilizó la punta de su llave como cuchara y aspiró.
–Eso es cierto –complementó René–.
Además, acuérdese de que hay que llevarle pollos al patrón, porque él también
gasta mucho. A él le toca pagarle a la mafia cien dólares por pollo, porque los
pasamos por una de las rancherías de
marihuana.
Me llevaron de regreso a mi hotel y se
fueron quejándose aún por cómo la situación del pueblo los estaba dejando sin
materia prima con la que trabajar.
Al día siguiente, me despedí de Paulino,
que también se quejaba. La calle a El Sásabe era una cuerda floja, y para no
arriesgar su taxi prefería trabajar sólo en Altar.
–Ve cómo esto se está acabando, y eso
porque no hemos sabido controlar la cosa, hacer que el migrante no se asuste
–se despidió.
* * *
A mediados de septiembre hice una llamada
a Eliazar y Paulino. El taxista, indiferente, me contó que le habían retirado
su cargo de secretario de transporte, porque nadie quiso hacerle caso a su plan
de coordinar tiempos con los señores de la droga.
Aseguró que muchos de los comerciantes y
polleros de Altar se habían ido a Palomas, un pueblito al oeste de la frontera,
colindante con el estado de Nuevo México en Estados Unidos. Ese es el estado
que según la patrulla fronteriza tiene menos vigilancia.
–En cuestión de meses volveremos a ser lo
que antes éramos, un pueblo fantasma del desierto, sin migrantes, sin trabajo
–pronosticó.
El juntador no contestó indiferente, sino
alarmado.
–No sé qué pasa, en toda esta semana sólo
he logrado convencer a un pollo.
A diferencia de Paulino, él no piensa
quedarse si la situación sigue así. Su hogar está donde haya migrantes deseosos
de pasar al otro lado.
–Estoy pensando en irme para Palomas.
Dicen que allá hay buen trabajo– dijo.
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